Todos dicen lo mismo la primera vez que entran en la Casa Blanca: es mucho mƔs pequeƱa de lo que esperaban.
Dentro del Ala Oeste, el Despacho Oval, la Sala del Gabinete y las oficinas de los altos funcionarios se encuentran a pasos de distancia.
La mansión ejecutiva, con sus grandes espacios de gala como la Sala Este y el Comedor de Estado, es elegante pero Ćntima.
El Cross Hall, que conduce a la puerta principal en la fachada norte del edificio, es imponente pero no abrumador. Aquà cuelga la evocadora imagen de un pensativo John F. Kennedy, y donde el presidente Barack Obama caminó por una larga alfombra roja para anunciar la muerte de Osama bin Laden en mayo de 2011.
No hay nada como las escenas de la serie de televisión āEl Ala Oesteā con jóvenes idealistas caminando y charlando por pasillos interminables llenos de figuras poderosas y ocupadas. Si intentaras hacer eso en el Ala Oeste real, te chocarĆas contra una pared y te romperĆas la nariz.
La mayorĆa de los presidentes, a diferencia de Donald Trump, quien llenó el Despacho Oval de baratijas de oro, se aferran a la decoración tradicional y digna.
El lugar es elegante pero discreto. Resuena con una intensidad silenciosa. Pero no es imponente. El poder aquĆ es inmenso y se realza con la sutileza. No hay necesidad de presumir.
La mayorĆa de los visitantes a la Casa Blanca, ya fuera para una visita guiada o una fiesta de Navidad, entraban por el Ala Este, un anexo de poca altura con una entrada de columnas blancas.
Los invitados recorrĆan un pasillo entre paneles de madera, con puertas que conducĆan a complejos de oficinas para la primera dama. Las paredes, impregnadas de historia, mantenĆan viva la atmósfera de Jacqueline Kennedy y Nancy Reagan. Este era el dominio de Eleanor Roosevelt.
Todo eso ya desapareció, se convirtió en polvo y escombros en un par de dĆas extraordinarios cuando los equipos de demolición destrozaron el Ala Este por orden de Trump, quien estĆ” ansioso por construir su salón de baile de US$ 300 millones en su lugar.
QuizÔs nunca haya existido una mejor metÔfora para una presidencia. Trump ha pasado nueve meses destrozando el Gobierno federal, el estado de derecho y la democracia. Ahora ha lanzado su bola de demolición contra la propia Casa Blanca. Todo sin consultar a los ciudadanos que le dieron un arrendamiento temporal del lugar.
Demócratas, conservacionistas e historiadores criticaron duramente a Trump por ser un filisteo. Sus portavoces replican que muchos presidentes transformaron la Casa Blanca.
Franklin Roosevelt construyó el actual Despacho Oval. Harry Truman destripó todo el interior y lo reconstruyó para evitar que se derrumbara.
Pero ningĆŗn presidente moderno contempló la devastadora destrucción que Trump llevó a cabo tras pavimentar el icónico JardĆn de Rosas para emular la terraza de su retiro de Mar-a-Lago en Florida, con sombrillas amarillas incluidas.
ĀæY quĆ© hay del salón de baile? El gran diseƱo parece hacerse mĆ”s grande cada vez que Trump saca sus impresiones artĆsticas.
El secretario general de la OTAN, Mark Rutte, de visita, pareció sorprendido en el Despacho Oval el miércoles al ver un adelanto de los planes para la nueva obra de amor de Trump en lugar de mapas de la Europa conmocionada por la guerra.
Trump ahora imagina un enorme edificio de al menos 8.300 metros cuadrados ācasi el doble del tamaƱo de la propia Casa Blanca, y revestido con su caracterĆstico pan de oroā que podrĆa albergar grandes eventos y fiestas.
El mandatario se ha quejado, con razón, de la falta de un espacio amplio en la Casa Blanca.
Incluso se ofreció a construir uno para la administración Obama tras ver carpas en el JardĆn Sur para un banquete de lĆderes extranjeros.
Pero una de las ventajas de ser invitado a una cena de Estado, por ejemplo en el Salón Este, es su acogedor ambiente. Dondequiera que te sientes, estÔs a pocos metros del presidente. Eso es lo que lo hace especial.
De todas las cosas impactantes que Trump ha hecho hasta ahora en su segundo mandato, la demolición del Ala Este es la mÔs tangible.
Las retroexcavadoras que desgarran el yeso blanco probablemente sean una de las imĆ”genes definitorias de esta turbulenta era polĆtica.
Pero, Āærealmente importa tanto la profanación de una pieza arquitectónica no especialmente distinguida que la mayorĆa de los estadounidenses nunca visitarĆ”n cuando millones de personas luchan con los altos precios de los alimentos y el alquiler?
Probablemente no. Eso es a menos que este momento llegue a simbolizar una administración cada vez mÔs derrochadora con mucho dinero para sus prioridades favoritas, como un rescate de US$ 20.000 millones para Argentina, pero que parece ignorar el costo de la vida, y de morir, dadas las altas primas de la atención médica.
QuizƔs Trump cumpla sus promesas y demuestre que es uno de los grandes constructores de Estados Unidos, y con el tiempo las nuevas instalaciones se volverƔn tan queridas como el Ala Este.
Pero dada la larga lista de donantes corporativos, podrĆa terminar siendo un monumento a la corrupción y a una administración que cenó con oligarcas. (No es la primera renovación de la Casa Blanca financiada con fondos privados. La piscina del presidente Gerald Ford, por ejemplo, fue controvertida en su momento).
QuizÔs el presidente simplemente sea un incomprendido. QuizÔs lo estén criticando injustamente por regalarle a la nación un hermoso nuevo lugar de encuentro.
Pero esto tambiĆ©n podrĆa ser el Ćŗltimo eco desconcertante de una obsesión de estilo autocrĆ”tico con grandes proyectos que dominarĆ”n a los ciudadanos cuando los lĆderes ya no estĆ©n.
Trump también estÔ pensando en alterar el clÔsico horizonte de Washington con un enorme arco que cruce el Puente Memorial de Arlington desde el Monumento a Lincoln para conmemorar el 250 aniversario de Estados Unidos el próximo año.
Irónicamente, el Ala Este se derrumbó dĆas despuĆ©s de que millones de estadounidenses participaran en las protestas anti-Trump el fin de semana pasado bajo el lema āNo Kingsā.
La relativa modestia de la Casa Blanca, comparada con los grandes castillos y palacios de Europa, fue un recordatorio de que Estados Unidos se liberó de los monarcas y no necesita que sus lĆderes vivan en palacios.
Trump parece no estar de acuerdo.
The-CNN-Wire
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